Hastiada de los problemas éticos de la conciencia y la política de precios del marketing, salí a caminar. Las luces de las calles ya estaban prendidas cuando todavía, los edificios de 18 de julio seguían teñidos de dorado. Me metí en el primer cine, el Opera. Nunca había entrado. El Opera sólo tiene una sala y sus butacas son tan incómodas como las de Cinemateca. Entre los que esperábamos para que empiece la película había un hombre de unos treinta y pico de años que se movía nervioso. Los ojos desorbitados y su mirada fija sobresalían de su redonda cara. Todo él era desproporcionado y nervioso. No era calvo, pero casi no tenía pelos, no era gordo, pero tampoco flaco. Una mochila pequeña le colgaba de sus hombros caídos y sus pantalones no llegaban al calzado.
Al otro día, volví a ir al cine, pero está vez al Punta Carretas. Llovía tanto que flotaban las baldosas de las calles. Entre la gente apiñada en la parada del ómnibus apareció el hombre de mirada fija que, con movimientos nerviosos, abría un paraguas negro para que una mujer mayor, (supongo, la madre) no se mojara al subir al ómnibus, y así el hombre se alejó en un intento por pasar desapercibido.
p.d.:_Este hombre del cine parece el otro yo del actor estadounidense Larry Miller.
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