Camino con el cuello torcido, impulsada por el desfile de personas que miran por encima de su hombro, seducidas por los rojos, las naranjas, los marrones, y las distintas tonalidades de colores que visten los puestos de fruta y verdura de la feria de Maldonado. Mi madre suele definir a la feria como “el corazón del pueblo”. Y así, con ese vuelco poético, precisa lo imprescindible que resulta vivir la feria para conocer a la cuidad.
“¡La crem de la crem vecino!”, vocifera un joven, y la ocurrencia me hace girar el cuello hasta encontrarlo. El jovencito, que no pasa los trece años, con la lapicera ajustada atrás de la oreja y sosteniendo una tira de papel, le llena una bolsa de dos kilos de manzanas, que no son arenosas, le afirma a la señora; cobra; entrega el cambio exacto; ayuda a cargar un cajón desbordado de frutas que se lleva otro clientes; y me pregunta si estoy atendida.
La familia entera trabaja en el puesto. El padre del jovencito controla el funcionamiento, subido a un cajón, atrás del puesto. “Agarre una bolsa y sírvase”, ofrece, mientras le señala, a otro jovencito, el extremo del puesto donde se juntaron tres personas. El controlador apoya sus pesadas manos arriba del cajón-caja donde el padre, el hermano, los hijos y los sobrinos, le dan la ganancia o le piden el cambio. Una nena con los brazos cubiertos de pulseras de colores, ordena los billetes del cajón- caja en el que se cuelga, al lado de los brazos del padre.
Compro una sandia, luego que el dispuesto jovencito chequeara el estado: la golepea con el oído pegado a la fruta para ver si suena como una puerta.
No se suele regatear el precio, aunque el feriante puede sumar dos o tres frutas a la bolsa.
jueves, enero 17, 2008
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2 comentarios:
Y la fotografía, con ese color, parece un cuadro.
Sí, parece.
Si vieras cómo la feria me cambia el humor.
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